Esta es mi pequeña historia de cómo subí por primera vez al Torrecerredo (2650m). Dos intentos previos y un día de gloria en los que disfruté de unas sensaciones de descubrimiento, aventura y plenitud que marcaron mi camino a seguir desde entonces.
Tendría 13 o 14 años, mi hermano dos menos. Íbamos con mi padre y no llegamos a la cima hasta el tercer intento, los dos primeros fueron por Bulnes y la Canal de Amuesa, por supuesto.
Llevábamos mochilas del colegio... Subir a la montaña era una aventura, antes las cosas eran así. Recuerdo llegar por primera vez al Jou de los Cabrones y ver un mundo inmenso, un paraíso de roca, nieve y picos que apuntaban al cielo. No sabíamos ni por dónde nos daba el aire y ni mucho menos por dónde ir al, todavía, lejano Torrecerredo…
Así que aquí terminó nuestro primer intento, impresionados por lo que habíamos visto. Volvimos a casa con una valiosa lección aprendida: qué pequeños somos en el mar bravío de las calizas eternas que forman estas montañas.
La segunda vez íbamos mejor pertrechados, las mismas mochilas de colegio y unos anoraks de trabajo de mi padre, que mi madre había forrado con borreguillo. Los llamábamos garrotex, era lo que había, además de unas polainas que mi madre había cosido con trozos de una tela de imitación a cuero, skay se llamaba.
Este segundo intento fue muy bien hasta que nos equivocamos en la salida del Jou de Cerredo hacia la cumbre y acabamos en la Torre Labrouche, tan tarde que solo nos quedó tiempo para una (otra) retirada que nos pareció un triunfo.
El tercer intento, el definitivo, fue sobre ruedas gracias a las experiencias previas. Recuerdo cuando llegamos al Jou de los Cabrones, era primavera avanzada y las pocas hierba y flores que habían impregnaban todo con un ambiente de vida desbordada.
Seguimos nuestro camino y llegamos al punto del error del intento anterior, enderezamos la ruta y llegamos a la cumbre, de la que guardo una foto junto a mi hermano con unos pantalones bávaros que mi madre nos había hecho.
Estábamos en la cima, mi cima del mundo, junto a mi hermano y mi padre, feliz, muy feliz, agotado. Mis ojos devoraron todo alrededor, no me quería perder nada de lo que desde allí podía ver.
Iniciamos el descenso con buen horario pero, al llegar a Cabrones, al lado de la actual fuente, me derrumbé, me agoté, me vine abajo, pero al mismo tiempo estaba feliz, muy feliz…
Quería quedarme allí, tan cansado estaba que no veía manera posible de bajar. Aún nos quedaban horas de luz, suficientes para llegar a Amuesa e incluso un poco más abajo, pero yo no podía ni pensar en moverme. Allí quería dormir, en aquel plácido trozo de hierba al lado de la fuente…
Pero mi padre, acuciado por el tiempo y por su responsabilidad de progenitor y no queriendo que mi madre se preocupase, hizo lo imposible para que yo siguiese adelante.
Y aquí viene la anécdota: mi padre me dio agua y sacó de la mochila la última comida que nos quedaba, de aquella no existían las barritas ni los geles energéticos…
Lo que salió de aquella mochila fue un apetitoso y nutritivo chorizo de los que hacíamos en Viyao. Nos lo comimos y a mí me tocó el trozo más grande, me supo a gloria y después de un rato de descanso, me levanté y les dije: ‘vámonos a casa’.
Así que tiramos hacia Amuesa y conseguimos llegar con las últimas luces. Rápidamente llegamos a Bulnes, dando tropezones en la oscuridad bajamos por el Texu hasta Poncebos, y de allí en coche hasta casa, aunque lo cierto es que ya no sé ni cómo llegue a casa ni a la cama…
Y así fue cómo ascendí por primera vez al Torrecerredo y donde sentí por primera vez esas sensaciones de descubrimiento, aventura y plenitud, que marcaron mi camino a seguir desde entonces.
¿Subimos juntos al Torrecerredo? Haz clic aquí